19 de Febrero, un parto inducido
Había imaginado este día muchísimas veces, pero nunca así, ni por supuesto tan pronto,
demasiado pronto. Mi bebé apenas había cumplido las 19 semanas dentro de mí. Su corazón
seguía latiendo, pero sabíamos que dar a luz supondría que dejara de latir, era demasiado
pequeña para soportar el parto. Demasiado pronto.
Afronté el parto sin preparación ni física ni emocional. La preparación física te la enseñan en las
clases, pero a mí no me dio tiempo. A la preparación emocional nadie te prepara y yo tuve que
aprender en apenas unas horas.
Unas horas antes del parto me hicieron la última ecografía. Fue la última vez que pude ver a mi
pequeña Martina dentro de mí. Las ginecólogas confirmaron la peor de las noticias, mi pequeño
ángel se estaba quedando sin líquido amniótico en la bolsa y ya no había nada que hacer. Saber
que tu hija está perfectamente y que por la mala fortuna de una rotura prematura de bolsa no
pueda salir adelante hace que la situación sea más dura todavía. Sientes una terrible impotencia.
Mi hija estaba sana pero no puede nacer viva. Aquella despedida fue muy dura. Justo en la sala
de al lado había una mujer en monitores a punto de dar a luz. Desde mi camilla escuchaba los
latidos del corazón de aquel bebé que nacería en unas horas. La cara y la cruz. La alegría frente
la absoluta desolación. El sonido de la felicidad frente a la imagen de la tristeza, la ecografía de
mi bebé sin líquido amniótico. Pero todavía quedaba lo peor.
Volvieron a llevarme a la habitación, entre todos decidimos que lo mejor era dar a luz allí, no en el
paritorio. Me explicaron el procedimiento. Iban a ponerme unas pastillas que provocarían las
contracciones. Cada cuatro horas me meterían más pastillas. El momento había llegado. El
principio de un parto con el final más dramático.
Por suerte las pastillas comenzaron a hacer efecto muy rápido. Comencé a sentir contracciones.
Soportables. A las cuatro horas me pusieron de nuevo las pastillas. El proceso se aceleró. Ahora
las contracciones ya no eran tan livianas. Cada vez las sentía más fuertes y con más frecuencia,
hasta que llegó un momento en el que encadenaba una con la siguiente. El dolor ya era muy
fuerte, sin posibilidad de epidural. A mi lado estaba mi marido, cogiéndome fuerte de la mano,
llorando conmigo con cada contracción. El dolor físico era muy intenso, pero el dolor psicológico
era insoportable, saber que nuestra hija nacería muerta.
Estuvimos acompañados en todo momento por dos ginecólogas, dos enfermera y la matrona. La
enfermera estaba embarazada, le quedaban pocas semanas para dar a luz. A pesar de todo
quiso estar conmigo, acompañándome, ayudándome. Me pareció un gesto precioso por su parte.
Conforme iba dilatando el dolor físico era demasiado intenso. Pedí que me dieran algo porque no
lo podía soportar. Tras varios ibuprofenos que no me hicieron absolutamente nada me pusieron
morfina. Al los pocos minutos sentí como la cabeza de mi bebé salía y los dolores remitieron de
repente. Con mi pequeña Martina fuera de mi cuerpo ya no sentía nada. Nos preguntaron si
queríamos verla. Mi marido y yo decidimos que no, preferíamos quedarnos con el recuerdo de
sus manitas sobre la cara de las ecografías. Y a día de hoy no me arrepiento por que tengo el
mejor de sus recuerdos, esa carita perfecta de sus ultimas fotos.
Han pasado ya nueve meses desde que di a luz a mi ángel del cielo y ahora estoy embarazada de
23 semanas. A pesar de lo duro que fue mi parto deseo con toda mi alma dar a luz a mi Valentina
con el mismo equipo que me asistió con Martina. Sentí su cariño con cada contracción y su
apoyo con cada lágrima. Consiguieron hacerme sentir arropada en un momento tan complicado y
lo más importante sin miedo a ese parto tan desolador. Por eso ahora me encantaría que fueran
ellas las que me ayudaran a dar a luz a mi Valentina. Para mí sería muy bonito que ese mismo
equipo que me asistió en el parto más duro estuviera conmigo de nuevo para ver nacer a mi
segunda hija, mi bebé arcoíris.